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Abunda la literatura sobre la renovación o no Dani Ceballos, vive Dios, un asunto muy delicado (cantó Javier Krahe sobre “la pena capital”) donde además del mencionado juega, para completar la paráfrasis, el gusto de cada cual. El del firmante, por principios que luego se ven matizados según los casos, es posicionarse a favor del interés del club, que en todo caso debe prevalecer sobre el de un señor particular. Llámese Ceballos, llámese Ollero, llámese Messi si se vistiese de verdiblanco o, sobre todo, llámese Mel. Que es quien aquí, con perdón y por agencia interpuesta, está pulseando al Real Betis (ya empezamos otra vez). Las posturas del jugador y del presidente están claras: cada uno negocia con sus bazas y es legítimo, aunque a mí particularmente me pueda parecer errado, que el entorno del futbolista quiera asegurarse cuanto antes su total desahogo económico. Lo que no tiene por dónde cogerse es que el entrenador tercie, malvado y suavón, pidiendo “un esfuerzo” cuando conoce a la perfección cuan ingente es el “esfuerzo” de la entidad al ofrecerle más de medio millón de euros.
Será casualidad, claro, que a Dani Ceballos lo representen los mismos agentes que a Pepe Mel (y que, oh sorpresa, los mismos que a ese Portillo a menudo suplente sin el cual era IM-PO-SI-BLE ascender). Será casualidad, decían los genios de Gomaespuma: “Yo tenía cuatrocientas ovejas y ahora tengo veinticinco ovejas. Yo no digo que mi vecino me las robe pero en casa de mi vecino comen todos los días cordero. Será casualidad”. Es casualidad seguro, aunque ningún esfuerzo fuese requerido en su día por el técnico para renovar a canteranos apoderados por otras empresas: Adrián, Cañas, Pozuelo… jugadores que habían rendido a satisfacción contra el Madrid y el Barcelona en lugar de, pido disculpas, frente al Lugo y al Alcorcón. Eran otros tiempos, se dirá. En efecto, aquellos tiempos en los que con tal de asegurarse un buen contrato, el a-veces-exigente Mel estaba dispuesto a dirigir a Sara, Chica u otros chulis. El paso de los años resulta devastador, sí, pero tiene una cosa buena: al cabo de unos cuantos, nos conocemos todos.
